Por José Martínez M. (*)
Érase una vez en el Caribe que un día la sociedad amaneció narcotizada. Como en el cuento de Pedro y el lobo nadie tomó en serio las advertencias, muchos pensaban que se trataba de un juego, hasta que ¡Zas! la narcopolítica había penetrado como la humedad infiltrándose en todos los sectores de la sociedad, llegó hasta la cúpula del poder y cayó el primer narco-gobernador. Ahora los órganos de inteligencia tanto de México como de Estados Unidos han puesto su atención en Quintana Roo. Algo huele mal por eso se escuchan nuevos gritos de advertencia: Socorro! El lobo! Que viene el lobo!
Para nadie es un secreto que el principal destino turístico del país es el paraíso de las drogas y uno de los principales lugares del lavado de dinero. El hecho es, que la política en Quintana Roo es manejada al estilo de los cárteles de la droga. Así que cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. Y si no que le pregunten al ex gobernador Félix González Canto, convertido hoy no sólo en el poder tras el trono, sino en el candidato de la impunidad.
La pregunta es ¿cómo opera en Quintana Roo el cártel político en el poder?
Un cártel político a semejanza de un cártel de las drogas, en esencia, es una situación en la que un grupo o clan controla la gran parte de las posiciones políticas en el poder mediante el acuerdo entre dos o más familias o grupos pertenecientes a un mismo partido, con la finalidad de: reducir o eliminar la competencia dentro del territorio estatal, en el que ‘operando’ cada grupo político por separado aumentaría la competencia entre las distintas familias.
De esa manera el cártel establece un mayor control sobre la clase política, y por tanto de los cargos de elección popular.
Los jefes del cártel político obtienen mayor poder de control y también un ‘sobre beneficio’, en detrimento de los intereses de los políticos bisoños que aspiran a un puesto de elección popular o un cargo en la burocracia.
En un cártel, al igual que en un monopolio, los que controlan el poder obtienen el máximo beneficio posible, pero a diferencia de este, el ‘excedente de ganancias’, es decir a los beneficios que hubiesen obtenido en ausencia de acuerdo, se reparte entre los políticos o jefes de los grupos que cooperan, y además en el cartel no se controla toda la clase política porque siempre habrá grupos de oposición, en cambio en un monopolio político, en este caso en una dictadura el único jefe del Estado es quien controla a todos los grupos políticos.
El ejemplo de cártel más famoso a nivel nacional es el PRI (Partido Revolucionario Institucional), que aunque en la práctica controla la mayoría de la gubernaturas, apenas alcanza a “gobernar” con menos del 50% de los congresos y municipios. Por tanto, no hace falta que el cártel controle la mayoría de los grupos políticos para tener el control político del país.
Es así que las principales actuaciones que un cártel político suele acometer para mantener el ‘control’ en alguna entidad, son las siguientes:
Fijan las reglas del juego o cómo compartirán el poder para mantener el control social, este tipo de acuerdos dependen de los arreglos con cada partido, y por tanto de la fuerza electoral que dispongan estos los beneficios también serán mayores. Más y mejores posiciones en el gabinete de un gobierno, más cargos en los congresos locales y mejor repartición de alcaldías.
Sin embargo, el jefe del cártel limita la “oferta” disponible, con el propósito de que la competencia aumente por el juego de la oferta y la demanda entre los grupos rivales.
Apoyándose en lo anterior, quienes controlan el liderazgo del cártel obtienen de manera conjunta los mayores beneficios posibles de la repartición de las cuotas del poder.
Los cárteles, obviamente tienen sus seguidores y sus detractores, las principales reivindicaciones de los primeros es que añaden flexibilidad a la clientela política burocrática y electoral, proporcionan un reparto más equitativo de los “beneficios”, y sobretodo ayudan a eliminar el efecto de descontento social y político al repartir cuotas de poder.
Por otro lado, sus detractores critican que se perjudica a los políticos que no cuentan con el suficiente respaldo de un grupo político al tener que soportar una mayor competencia o imposición, así que hacer política de manera independiente es casi imposible.
En su forma ‘pura’ los cárteles atentan contra bienestar social a costa de la clientela electoral o votantes. Los cárteles son una forma ruin de mantener el control político mediante operaciones de corrupción en todos sus aspectos.
De esta forma ha venido operando el cártel de Cozumel que a toda costa ha impuesto sus reglas y cuotas de poder.
El tema del poder y el narco en el Caribe ha llamado la atención de los escritores, pero queda claro que la ficción jamás superara a la realidad. Así, Juan Villoro ha recreado en su nueva novela Arrecife el tema de las drogas a partir de una aventura en Cancún.
Como apunta Luis Prados a propósito de la novela de Villoro y la narcoliteratura.
“En la era del narco parecería evidente que el éxito de novelas como El poder del perro, de Don Winslow; La reina del Sur, de Arturo Pérez-Reverte, o Balas de plata, de Elmer Mendoza, se debe a que describen con solvencia no solo la realidad sino también el momento que atraviesan las letras mexicanas. La ficción confirmaría los prejuicios del lector de prensa y las editoriales extranjeras atenderían esa demanda. Así se ve desde el exterior: en México se escribe narcoliteratura. Un género protagonizado por traficantes, prostitutas, travestis, cadáveres decapitados y muertos por sobredosis, habitantes de un mundo sórdido, violento y corrupto. Como todos los tópicos tiene parte de verdad –aún se escribe mucha narcoliteratura en este país–, pero no toda. Al menos no entre buena parte de los nuevos narradores mexicanos nacidos en los años setenta.
“Hay dos narcoliteraturas: la policiaca y la literaria, explica Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), autor del libro de relatos Arrastrar esa sombra y de la novela Morirse de memoria (los dos en la editorial Sexto Piso). La segunda aborda el fenómeno no como personaje sino como escenario, como un espacio en el que tienen cabida tanto las historias de amor como la emigración y los parricidios. El aumento de la violencia social va siempre acompañado del aumento de violencias más íntimas”.
Lo importante en este tema de la narcoliteratura es que los políticos al estilo Mario Villanueva pasan a convertirse en personajes de este tipo de historias. ¿Cuántos políticos más se sumarán a esta lista y acaso terminen en prisión como guiñapos del poder? ¿El ex gobernador Félix González Canto terminará convertido en personaje de la narcoliteratura?
Por ahora Quintana Roo ante el vacío cultural e histórico que padece, ocupa la atención de los escritores para desarrollar nuevas historias dentro del nuevo género de la narcoliteratura. ¿Cuántas historias se podrían escribir sobre las complicidades del poder y el narco, la política y el narco, la corrupción y la impunidad? Qué le pregunten a Félix González Canto.
Desde Barcelona la periodista Amelia Castilla habla con Juan Villoro sobre su nueva novela titulada Arrecife, un complejo relato sobre la amistad en la “tercera juventud”, con el narco de por medio.
En Arrecife el núcleo argumental básico se corresponde con una postal paradisiaca, en un hotel de descanso en el Caribe, como hay tantos en México, pero en el lateral, una situación, que no se identifica si es de juego o de violencia, altera el paisaje. Esa arista perturbadora tiene que ver con la búsqueda de emociones fuertes y el contexto de violencia en que se mueve México, con cuerpos que aparecen decapitados en lugares imprevistos, como Acapulco, antaño edén turístico.
En el argumento de Arrecife, un músico retirado funda un resort en Kukulcán con extraños programas de entretenimiento: un paraíso que incluye ciertas dosis de crueldad. No es casual que la novela transcurra en el lugar de los antiguos mayas, una zona de esplendor religioso y gastronómico, donde solo quedan los mayas diminutos que sirven cócteles en los bares.
El fondo y la atmósfera de la novela tienen que ver con esa coreografía de la violencia, pero otra de las lecturas posibles de Arrecife se relaciona con la progresión de la contracultura. Frente a los que sostienen que todas las puertas que se abrieron en los sesenta encontraron una clausura apocalíptica o dramática en la realidad —la revolución sexual se truncó con el sida, la búsqueda de rebeldía acabó en la crisis de las ideologías, los paraísos artificiales de la droga en el narcotráfico—, Villoro defiende que los grandes anhelos de esos años no fracasaron del todo: “La contracultura ha encontrado formas de realizarse en otros ámbitos, como la realidad virtual y las nuevas tecnologías. Silicon Valley está lleno de hippies que pasaron del éxtasis del LSD al digital, encontraron visiones sustitutas”, cuenta.
Quizás por eso, los protagonistas de su novela son precisamente dos músicos de esa generación, marcados por las secuelas de las drogas: “Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme, la segunda tratando de dormir, me pregunto si habrá una tercera parte”, cuenta el narrador en el arranque de la novela. La obra transcurre justamente en ese tercer acto de la vida de las personas en el que, sin llegar a sentir la vejez, se enfrentan a los desafíos de las últimas oportunidades. Arrecife es también una novela sobre la amistad y el amor. “Es difícil encontrar temas más interesantes que la familia y los amigos. El gran enigma es la persona que está más cerca de ti”.
“La literatura –dice Villoro – es una forma del misterio, cuando uno escribe aclara el mundo a través de un libro”…
Luis Prados en una encuesta entre jóvenes novelistas refiere que los escritores mexicanos del siglo XXI no forman una generación ni una facción ni un movimiento. Son un grupo de voces individuales enfrentadas a una realidad mucho más amplia que la del narco en el que las cosas están dejando de ser lo que eran. Como dice Emiliano Monge: “Lo único común entre los escritores mexicanos contemporáneos es que todos somos cazadores y que son tantas las bestias y es tan grande el paraje que no tenemos que encontrarnos ni compartir presas ni armas”.
“Los narradores más recientes, en su mayoría, ya no se plantean la dicotomía local-global como un problema que haya que superar. Escribimos desde un espacio plenamente global. Yo creo que México es Manhattan y es Berlín aunque los gringos y los alemanes no lo sepan todavía. Y por supuesto, no es una barbaridad decir que somos hijos del TLC”, dice Luiselli.
Antonio Ortuño coincide en que con el TLC “México entra en la posmodernidad”, pero advierte contra “el esnobismo y la mirada de turista” en las letras mexicanas: “Personalmente me interesan mucho más las vidas de los mexicanos que cruzan a nado la frontera con Estados Unidos que las de los que van allí a sacarse su quinto doctorado”.
“Cada quien es hijo de su tiempo y nuestro tiempo innegablemente es el del TLC y el del alzamiento zapatista”, afirma por su parte Monge. “Pero también somos hijos de la desolación que dejaron a su paso nuestros padres, quienes vendieron su esperpéntica derrota de 1968 como una gran victoria. Es decir, somos hijos de una democracia de papel que no funciona en la práctica. Somos hijos del desengaño y el egoísmo y nietos de la injusticia, el desorden y una cierta solidaridad ya agotada”, añade.
Esta percepción de un México a la deriva es un rasgo común de estos jóvenes escritores tanto como lo es la enorme influencia de los autores de Estados Unidos desde Stephen King a John Fante pasando por los beatniks y Jonathan Franzen. Una influencia que, dada la proximidad geográfica, viene de antiguo pero que se corresponde, como dice Monge, con la actual presencia norteamericana “en la televisión, la radio, la vestimenta y hasta la comida mexicana de ahora”. “Solo falta que la música country se imponga a la música de banda”.
A esta tendencia se une la voluntad de muchos escritores jóvenes de romper con los grandes nombres de la literatura mexicana (Paz, Rulfo, Fuentes), autores que van perdiendo señal para las nuevas generaciones, y recuperar a figuras como José Emilio Pacheco, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol. “Pero por más que se ponga de moda matar al padre y matar a los caudillos literarios, los buenos libros van a seguir ejerciendo su influencia”, coinciden Valeria Luiselli y Antonio Ortuño.
¿Cuántas historias estarán por escribirse a partir de nuestra realidad política y su vinculación con el mundo de las drogas? Como Juan Villoro en su nueva novela Arrecife, en el Caribe hay muchas historias
por contarse.
En el Caribe la realidad supera a la ficción. Hay muchas historias por escribirse a partir de la impunidad, la corrupción, el poder y el narco. La periodista Lidya Cacho comenzó por abrir esa veta con su libro Los demonios del edén. Lo cierto es que pronto vendrán nuevas historias, alguna de ellas sobre pederastia y política. Por lo pronto hay que agradecer que novelas como Arrecife tengan como escenario al Caribe donde hay abundancia de personajes pero ausencia de narradores.
Érase una vez en el Caribe que un día la sociedad amaneció narcotizada. Como en el cuento de Pedro y el lobo nadie tomó en serio las advertencias, muchos pensaban que se trataba de un juego, hasta que ¡Zas! la narcopolítica había penetrado como la humedad infiltrándose en todos los sectores de la sociedad, llegó hasta la cúpula del poder y cayó el primer narco-gobernador. Ahora los órganos de inteligencia tanto de México como de Estados Unidos han puesto su atención en Quintana Roo. Algo huele mal por eso se escuchan nuevos gritos de advertencia: Socorro! El lobo! Que viene el lobo!
Para nadie es un secreto que el principal destino turístico del país es el paraíso de las drogas y uno de los principales lugares del lavado de dinero. El hecho es, que la política en Quintana Roo es manejada al estilo de los cárteles de la droga. Así que cualquier semejanza con la realidad es mera coincidencia. Y si no que le pregunten al ex gobernador Félix González Canto, convertido hoy no sólo en el poder tras el trono, sino en el candidato de la impunidad.
La pregunta es ¿cómo opera en Quintana Roo el cártel político en el poder?
Un cártel político a semejanza de un cártel de las drogas, en esencia, es una situación en la que un grupo o clan controla la gran parte de las posiciones políticas en el poder mediante el acuerdo entre dos o más familias o grupos pertenecientes a un mismo partido, con la finalidad de: reducir o eliminar la competencia dentro del territorio estatal, en el que ‘operando’ cada grupo político por separado aumentaría la competencia entre las distintas familias.
De esa manera el cártel establece un mayor control sobre la clase política, y por tanto de los cargos de elección popular.
Los jefes del cártel político obtienen mayor poder de control y también un ‘sobre beneficio’, en detrimento de los intereses de los políticos bisoños que aspiran a un puesto de elección popular o un cargo en la burocracia.
En un cártel, al igual que en un monopolio, los que controlan el poder obtienen el máximo beneficio posible, pero a diferencia de este, el ‘excedente de ganancias’, es decir a los beneficios que hubiesen obtenido en ausencia de acuerdo, se reparte entre los políticos o jefes de los grupos que cooperan, y además en el cartel no se controla toda la clase política porque siempre habrá grupos de oposición, en cambio en un monopolio político, en este caso en una dictadura el único jefe del Estado es quien controla a todos los grupos políticos.
El ejemplo de cártel más famoso a nivel nacional es el PRI (Partido Revolucionario Institucional), que aunque en la práctica controla la mayoría de la gubernaturas, apenas alcanza a “gobernar” con menos del 50% de los congresos y municipios. Por tanto, no hace falta que el cártel controle la mayoría de los grupos políticos para tener el control político del país.
Es así que las principales actuaciones que un cártel político suele acometer para mantener el ‘control’ en alguna entidad, son las siguientes:
Fijan las reglas del juego o cómo compartirán el poder para mantener el control social, este tipo de acuerdos dependen de los arreglos con cada partido, y por tanto de la fuerza electoral que dispongan estos los beneficios también serán mayores. Más y mejores posiciones en el gabinete de un gobierno, más cargos en los congresos locales y mejor repartición de alcaldías.
Sin embargo, el jefe del cártel limita la “oferta” disponible, con el propósito de que la competencia aumente por el juego de la oferta y la demanda entre los grupos rivales.
Apoyándose en lo anterior, quienes controlan el liderazgo del cártel obtienen de manera conjunta los mayores beneficios posibles de la repartición de las cuotas del poder.
Los cárteles, obviamente tienen sus seguidores y sus detractores, las principales reivindicaciones de los primeros es que añaden flexibilidad a la clientela política burocrática y electoral, proporcionan un reparto más equitativo de los “beneficios”, y sobretodo ayudan a eliminar el efecto de descontento social y político al repartir cuotas de poder.
Por otro lado, sus detractores critican que se perjudica a los políticos que no cuentan con el suficiente respaldo de un grupo político al tener que soportar una mayor competencia o imposición, así que hacer política de manera independiente es casi imposible.
En su forma ‘pura’ los cárteles atentan contra bienestar social a costa de la clientela electoral o votantes. Los cárteles son una forma ruin de mantener el control político mediante operaciones de corrupción en todos sus aspectos.
De esta forma ha venido operando el cártel de Cozumel que a toda costa ha impuesto sus reglas y cuotas de poder.
El tema del poder y el narco en el Caribe ha llamado la atención de los escritores, pero queda claro que la ficción jamás superara a la realidad. Así, Juan Villoro ha recreado en su nueva novela Arrecife el tema de las drogas a partir de una aventura en Cancún.
Como apunta Luis Prados a propósito de la novela de Villoro y la narcoliteratura.
“En la era del narco parecería evidente que el éxito de novelas como El poder del perro, de Don Winslow; La reina del Sur, de Arturo Pérez-Reverte, o Balas de plata, de Elmer Mendoza, se debe a que describen con solvencia no solo la realidad sino también el momento que atraviesan las letras mexicanas. La ficción confirmaría los prejuicios del lector de prensa y las editoriales extranjeras atenderían esa demanda. Así se ve desde el exterior: en México se escribe narcoliteratura. Un género protagonizado por traficantes, prostitutas, travestis, cadáveres decapitados y muertos por sobredosis, habitantes de un mundo sórdido, violento y corrupto. Como todos los tópicos tiene parte de verdad –aún se escribe mucha narcoliteratura en este país–, pero no toda. Al menos no entre buena parte de los nuevos narradores mexicanos nacidos en los años setenta.
“Hay dos narcoliteraturas: la policiaca y la literaria, explica Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978), autor del libro de relatos Arrastrar esa sombra y de la novela Morirse de memoria (los dos en la editorial Sexto Piso). La segunda aborda el fenómeno no como personaje sino como escenario, como un espacio en el que tienen cabida tanto las historias de amor como la emigración y los parricidios. El aumento de la violencia social va siempre acompañado del aumento de violencias más íntimas”.
Lo importante en este tema de la narcoliteratura es que los políticos al estilo Mario Villanueva pasan a convertirse en personajes de este tipo de historias. ¿Cuántos políticos más se sumarán a esta lista y acaso terminen en prisión como guiñapos del poder? ¿El ex gobernador Félix González Canto terminará convertido en personaje de la narcoliteratura?
Por ahora Quintana Roo ante el vacío cultural e histórico que padece, ocupa la atención de los escritores para desarrollar nuevas historias dentro del nuevo género de la narcoliteratura. ¿Cuántas historias se podrían escribir sobre las complicidades del poder y el narco, la política y el narco, la corrupción y la impunidad? Qué le pregunten a Félix González Canto.
Desde Barcelona la periodista Amelia Castilla habla con Juan Villoro sobre su nueva novela titulada Arrecife, un complejo relato sobre la amistad en la “tercera juventud”, con el narco de por medio.
En Arrecife el núcleo argumental básico se corresponde con una postal paradisiaca, en un hotel de descanso en el Caribe, como hay tantos en México, pero en el lateral, una situación, que no se identifica si es de juego o de violencia, altera el paisaje. Esa arista perturbadora tiene que ver con la búsqueda de emociones fuertes y el contexto de violencia en que se mueve México, con cuerpos que aparecen decapitados en lugares imprevistos, como Acapulco, antaño edén turístico.
En el argumento de Arrecife, un músico retirado funda un resort en Kukulcán con extraños programas de entretenimiento: un paraíso que incluye ciertas dosis de crueldad. No es casual que la novela transcurra en el lugar de los antiguos mayas, una zona de esplendor religioso y gastronómico, donde solo quedan los mayas diminutos que sirven cócteles en los bares.
El fondo y la atmósfera de la novela tienen que ver con esa coreografía de la violencia, pero otra de las lecturas posibles de Arrecife se relaciona con la progresión de la contracultura. Frente a los que sostienen que todas las puertas que se abrieron en los sesenta encontraron una clausura apocalíptica o dramática en la realidad —la revolución sexual se truncó con el sida, la búsqueda de rebeldía acabó en la crisis de las ideologías, los paraísos artificiales de la droga en el narcotráfico—, Villoro defiende que los grandes anhelos de esos años no fracasaron del todo: “La contracultura ha encontrado formas de realizarse en otros ámbitos, como la realidad virtual y las nuevas tecnologías. Silicon Valley está lleno de hippies que pasaron del éxtasis del LSD al digital, encontraron visiones sustitutas”, cuenta.
Quizás por eso, los protagonistas de su novela son precisamente dos músicos de esa generación, marcados por las secuelas de las drogas: “Pasé la primera parte de mi vida tratando de despertarme, la segunda tratando de dormir, me pregunto si habrá una tercera parte”, cuenta el narrador en el arranque de la novela. La obra transcurre justamente en ese tercer acto de la vida de las personas en el que, sin llegar a sentir la vejez, se enfrentan a los desafíos de las últimas oportunidades. Arrecife es también una novela sobre la amistad y el amor. “Es difícil encontrar temas más interesantes que la familia y los amigos. El gran enigma es la persona que está más cerca de ti”.
“La literatura –dice Villoro – es una forma del misterio, cuando uno escribe aclara el mundo a través de un libro”…
Luis Prados en una encuesta entre jóvenes novelistas refiere que los escritores mexicanos del siglo XXI no forman una generación ni una facción ni un movimiento. Son un grupo de voces individuales enfrentadas a una realidad mucho más amplia que la del narco en el que las cosas están dejando de ser lo que eran. Como dice Emiliano Monge: “Lo único común entre los escritores mexicanos contemporáneos es que todos somos cazadores y que son tantas las bestias y es tan grande el paraje que no tenemos que encontrarnos ni compartir presas ni armas”.
“Los narradores más recientes, en su mayoría, ya no se plantean la dicotomía local-global como un problema que haya que superar. Escribimos desde un espacio plenamente global. Yo creo que México es Manhattan y es Berlín aunque los gringos y los alemanes no lo sepan todavía. Y por supuesto, no es una barbaridad decir que somos hijos del TLC”, dice Luiselli.
Antonio Ortuño coincide en que con el TLC “México entra en la posmodernidad”, pero advierte contra “el esnobismo y la mirada de turista” en las letras mexicanas: “Personalmente me interesan mucho más las vidas de los mexicanos que cruzan a nado la frontera con Estados Unidos que las de los que van allí a sacarse su quinto doctorado”.
“Cada quien es hijo de su tiempo y nuestro tiempo innegablemente es el del TLC y el del alzamiento zapatista”, afirma por su parte Monge. “Pero también somos hijos de la desolación que dejaron a su paso nuestros padres, quienes vendieron su esperpéntica derrota de 1968 como una gran victoria. Es decir, somos hijos de una democracia de papel que no funciona en la práctica. Somos hijos del desengaño y el egoísmo y nietos de la injusticia, el desorden y una cierta solidaridad ya agotada”, añade.
Esta percepción de un México a la deriva es un rasgo común de estos jóvenes escritores tanto como lo es la enorme influencia de los autores de Estados Unidos desde Stephen King a John Fante pasando por los beatniks y Jonathan Franzen. Una influencia que, dada la proximidad geográfica, viene de antiguo pero que se corresponde, como dice Monge, con la actual presencia norteamericana “en la televisión, la radio, la vestimenta y hasta la comida mexicana de ahora”. “Solo falta que la música country se imponga a la música de banda”.
A esta tendencia se une la voluntad de muchos escritores jóvenes de romper con los grandes nombres de la literatura mexicana (Paz, Rulfo, Fuentes), autores que van perdiendo señal para las nuevas generaciones, y recuperar a figuras como José Emilio Pacheco, Jorge Ibargüengoitia y Sergio Pitol. “Pero por más que se ponga de moda matar al padre y matar a los caudillos literarios, los buenos libros van a seguir ejerciendo su influencia”, coinciden Valeria Luiselli y Antonio Ortuño.
¿Cuántas historias estarán por escribirse a partir de nuestra realidad política y su vinculación con el mundo de las drogas? Como Juan Villoro en su nueva novela Arrecife, en el Caribe hay muchas historias
por contarse.
En el Caribe la realidad supera a la ficción. Hay muchas historias por escribirse a partir de la impunidad, la corrupción, el poder y el narco. La periodista Lidya Cacho comenzó por abrir esa veta con su libro Los demonios del edén. Lo cierto es que pronto vendrán nuevas historias, alguna de ellas sobre pederastia y política. Por lo pronto hay que agradecer que novelas como Arrecife tengan como escenario al Caribe donde hay abundancia de personajes pero ausencia de narradores.
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*José Martínez M., es periodista y escritor. Es Consejero de la Fundación para la Libertad de Expresión (Fundalex). Es autor del libro Carlos Slim, Los secretos del hombre más rico del mundo, y otros títulos, como Las enseñanzas del profesor. Indagación de Carlos Hank González. Lecciones de Poder, impunidad y Corrupción y La Maestra, vida y hechos del Elba Esther Gordillo
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